Esta semana se cumplieron 12
meses de una fecha que califico como fatal, toda vez que fue el punto de
inflexión que posicionó a Enrique Peña Nieto para ostentar la silla
presidencial, en una elección llena de irregularidades y opacidades, antes,
durante y posterior al proceso comicial.
El domingo 1 de julio de
2012, durante la votación, recuerdo haber tenido muchas expectativas, al igual
que muchos de mis allegados. Sin embargo, al transcurrir la jornada, en redes
sociales comenzaban a atestiguarse procederes ilícitos que realmente
fastidiaron una elección en la cual había mucha gente sufragando de muy buena
voluntad.
Llegó la noche y luego la
madrugada del día 2. En los medios masivos de comunicación se afirmó que Peña
era el nuevo presidente de la República. Lo primero que se me vino a la mente
fue «nos la aplicaron otra vez».
Sin quererme hacer a la
idea, estuve revisando algunas aplicaciones informáticas, las cuales procesaban
en tiempo real los votos. Hasta las cinco de la mañana del lunes recuerdo que
entre lágrimas de gente muy querida yo seguía pegado a mi computadora, viendo
como la tendencia marcaba que Andrés Manuel López Obrador crecía en votos y EPN
se estancaba, algo así como una diferencia porcentual del 5%. En mi somnolencia
y con mis ridículas ilusiones creí que al despertar iba a ver a AMLO sobre
Peña. No fue así. Al otro día el candidato del PRI apareció con 6% más votos.
Con el pasar de los días, y
gracias a las redes sociales, cierta parte de la sociedad mexicana nos fuimos
enterando de la repartición de tarjetas Soriana y el apoyo de Monex a los
candidatos del Revolucionario Institucional, así como los clásicos asaltos a
casillas en donde se alteraron resultados.
A mí me quedó claro después
de esa elección presidencial de 2012 que era risible pensar que las
instituciones y los poderes de facto en México le pudieran dar una remota posibilidad
de ganar a un perfil como el de López Obrador, que claramente carga con una
propuesta a contracorriente de aquellos que se han dedicado a someter al país y
a vivir como auténticos faraones.
Me quedó un sabor de boca
amargo al ver que medios, funcionarios, instituciones y demás se volvieron a
burlar de mí y de un muy amplio sector de la población, por lo menos la mitad
de los mexicanos.
A partir de los pasados
comicios quedó claro que el rol que muchos debíamos volver a asumir es el de la
contención, toda vez que en los espacios de representatividad y ejecución de
recursos hay nula posibilidad de que alguna propuesta con tendencia al
beneficio social sea aprobada. Trabajo de contención como el que se hizo en los
años posteriores al robo electoral del 2006, aquella vez encumbrando al funesto
Felipe Calderón; trabajo de contención como el de generaciones pasadas que
lucharon contra otros actores políticos malévolos, persiguiendo en esencia lo
mismo: la justicia social.
Más allá de ese golpe seco
que supuso la vitoria de Peña Nieto, aquellos ciudadanos de oposición apenas
pudimos respirar pues los partidos que consiguieron ciertos escaños en el
Legislativo rápidamente se alinearon a lo que dictara la Presidencia y comenzó
el desfile de fatídicas reformas estructurales, destacando la laboral y la
educativa.
En estos días el escenario
electoral de hace un año queda eclipsado (incluso los gastos de campaña) debido
a que una amenaza mayor se aproxima a las mesas del Congreso: la Reforma
Energética.
Hoy el mexicano
políticamente consciente sabe que no es tiempo de lamentarse y recordar los
golpes bajos de ayer, creo que es más importante defender un recurso natural
clave para el desarrollo de México, el petróleo, porque entregarlo a las
trasnacionales nos retrocedería más de un siglo y nos dejaría en la
inoperancia.
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