A Enrique Peña Nieto (jefe del
Ejecutivo federal), Miguel Ángel Osorio Chong (secretario de Gobernación) y
Jesús Murillo Karam (procurador General de la República) les debe quedar muy
claro que para un amplio sector de la población todos los argumentos y las
afirmaciones que emitan serán tomadas como falacia, y quizás no tanto por las
personas que emitan el mensaje, más bien por el ente político y la clase
oligárquica a la que representan, misma que ha tenido como costumbre utilizar
la mentira como instrumento para salir avante de ciertas situaciones
truculentas.
Irremediablemente me vienen a la
memoria algunos casos puntuales sobre hechos que comprometieron a las
administraciones priístas mientras ocupaban la Presidencia de la República.
Están aquellos mítines de 1968 que
terminaron con la vida de centenares de manifestantes en manos de miembros de
la milicia nacional, a través del funesto Batallón Olimpia, cuando el entonces
mandatario mexicano Gustavo Díaz Ordaz manipuló la información a través de los
medios de comunicación oficialistas, aseverando que unos pocos disturbios
habían azotado la ciudad de México, pero que no pasaba a mayores (encima, tuvo
la pésima idea de presentar las Olimpiadas de México 68 como «las olimpiadas de
la paz»).
Más cerca, hace ya un par de décadas,
el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo fue asesinado a balazos al bajar de su
automóvil en el Aeropuerto Internacional de Guadalajara, hecho que la
Procuraduría General de la República —bajo el yugo en esos días de Carlos
Salinas de Gortari— concluyó que se había tratado de una presunta muerte
accidental, ya que el religioso había sido víctima de un fuego cruzado entre
dos grupos del narcotráfico, tapando estratégicamente las causas reales que
motivaron el crimen, mismas que durante el transcurso de los años se han ido
enturbiando, ya sea por versiones confesas sobre una presunta liga del prelado
con grupos guerrilleros o, como hace poco reveló el FBI, porque se habría
tratado de una confusión, pues se supone que la intención era acabar con la
vida de Joaquín «El Chapo» Guzmán.
(Y con Salinas ya mejor no hablemos
del tan cuestionado caso Colosio, con su asesino solitario incluido).
En las actualizaciones oficiales de
las investigaciones sobre el incidente ocurrido en uno de los edificios del
centro administrativo de Pemex, en el Distrito Federal, mismas que establecen
que la explosión en el B-2 la originó presuntamente una acumulación de gas
metano (hasta el momento cobró la vida de 37 personas), es inevitable que el
primer pensamiento que llegue a la cabeza sea que las autoridades mienten, toda
vez que algunos especialistas (expertos de la Universidad Autónoma
Metropolitana) han refutado las versiones oficiales, además de que trabajadores
de la propia paraestatal, a través de las redes sociales, han dejado ver que el
incidente más bien pudiera tratarse de un atentado (o auto atentado); pero,
sobre todo, uno cree que mienten por los antecedentes históricos, remotos y
recientes.
Por mi parte, no me queda más que
aplicar el aforismo aristotélico que señala que «aun cuando diga la verdad, el
embustero tendrá como castigo no ser creído»; y como embustero tomaré a todos
aquellos personajes que respondan a la lógica oficial del Revolucionario
Institucional y a aquellos afines a los poderes fácticos del modelo neoliberal,
que incluyen a funcionarios públicos, pseudoperiodistas de Televisa y otros medios
de comunicación vendidos, además de empresarios.
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